Guillermo Vilas

Por: Carlos Marcelo Thiery

La pelota casi tocaba el piso, él la seguía con absoluta tranquilidad. De pronto la magia. Todo el talento de su zurda, de su intuición, de su alegría. Entre las piernas y de espaldas a la red pegó ese golpe que él mismo inventó. Que tantas veces practicara allá en el Náutico. La pelota salió corta, rasante, apenas si rozó la banda de la red y cayó mansamente del otro lado. Era el primer game del tercer set.

Fue el momento culminante de un trabajo de excepción. El público reía, aplaudía, agradecía la genialidad. Manuel Orantes camino despaciosamente hacia la red y se arrodilló. El también allí quería significar muchas cosas: su resignación, su admiración ante la jugada, su impotencia para seguir luchando. Ya no importaba el calor que obligaba a tomar pastillas de sal a los jugadores ni si Vilas había empezado perdiendo 4-3 y luego pasó a ganar para nunca dejar de estar al frente. Sólo quedaba seguir admirando una zurda genial.

El gitano del tenis reposa en la habitación 425. El alma de valija, el pasajero eterno, el infatigable pisoteador de mapas, descansa desplomado sobre las sábanas. Los 200 músculos que trabajan en el saque, la volea y el revés, han sido detenidos y después de jugar dos finales en una sola tarde siente que ahora más que nunca se descargará sobre su vida la ilustre y despiadada catarata de raquetas, vestuarios, hoteles, pelotas de tenis, torneos, pasajes, aeropuertos…

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